¡Enciende la Cámara, Queremos Verte! Reflexiones sobre la Presencialidad Digital
- Pioneros LATAM Colombia

- 2 ago
- 4 Min. de lectura
Por: José Manuel Vecino Pico
Director Ejecutivo – Pioneros Latam
Hablarle a una pantalla negra con nombres escritos en minúscula se ha convertido en una de las experiencias más frustrantes para quienes ejercen el rol de formadores, docentes, coaches o conferencistas en entornos virtuales. Y aunque la virtualidad ha traído innumerables beneficios —flexibilidad, alcance global, reducción de costos—, también ha generado nuevos retos que no existían en la presencialidad. Uno de los más notorios y estresantes es la resistencia a encender la cámara durante las sesiones online.
¿Por qué molesta tanto? ¿Qué impacto tiene esta práctica en el aprendizaje? ¿Debería ser obligatorio encender la cámara? ¿O estamos ante un nuevo código de etiqueta digital que hay que aceptar, aunque incomode?

La paradoja de lo virtual: conectados, pero invisibles
Durante años, hemos defendido la importancia del contacto visual como una herramienta poderosa de comunicación. En el aula presencial, los ojos de los estudiantes nos permiten medir la atención, el interés, la confusión o el aburrimiento. Son señales que guían la dinámica de una clase, permiten ajustar el ritmo, hacer una pausa o cambiar de estrategia.
En cambio, en la virtualidad, muchas veces hablamos con íconos, iniciales o cajas vacías. La conversación se vuelve un monólogo incierto donde no sabemos si nos escuchan, si están de acuerdo o si incluso siguen presentes.
Y no es solo una cuestión de vanidad o necesidad de aprobación. La cámara encendida es un acto simbólico de presencia. Es una forma de decir: “Estoy aquí, contigo, compartiendo este espacio, este tiempo y esta experiencia.” Sin esa validación mínima, el facilitador pierde parte de su capacidad de conexión y el proceso de enseñanza-aprendizaje se debilita.
Las razones detrás de la cámara apagada
Por supuesto, no todo es desinterés. Las razones para no encender la cámara pueden ser muchas y legítimas:
Problemas técnicos: equipos lentos, mala conexión, cámaras dañadas.
Falta de privacidad: personas que viven en espacios compartidos o sin condiciones apropiadas para mostrarse.
Temor o incomodidad personal: ansiedad, inseguridad sobre la propia imagen o entorno.
Fatiga digital: estar en cámara constante puede generar agotamiento emocional.
Sin embargo, también debemos reconocer que hay quienes simplemente han naturalizado el “modo ausente”: asistir sin estar, entrar al enlace y luego desaparecer detrás del botón de silencio y el ícono desactivado.

El impacto invisible en la experiencia formativa
Desde la perspectiva del facilitador, la cámara apagada puede ser desmoralizante. No se trata de querer controlar, sino de establecer una relación real con los asistentes. La comunicación no verbal —gestos, expresiones, posturas— aporta al menos el 70% del significado en una conversación. Sin ese insumo, se pierde riqueza comunicativa y la clase se empobrece.
Además, la falta de visibilidad impide una interacción fluida, disminuye la participación activa, desincentiva la colaboración entre pares y genera una sensación de desconexión que se transmite al grupo entero.
Desde la perspectiva del aprendiz, también hay consecuencias. Quienes mantienen la cámara apagada tienden a involucrarse menos, a distraerse más fácilmente y a tener una experiencia más pasiva. En el largo plazo, esto afecta el nivel de comprensión, retención y apropiación del contenido.
¿Es correcto exigir que todos enciendan la cámara?
Aquí entra el dilema ético y pedagógico. ¿Podemos exigir que enciendan la cámara? ¿Debemos hacerlo? ¿Hasta qué punto es una decisión individual o una norma de convivencia grupal?
Una postura intermedia y razonable es promover, invitar, sensibilizar, pero no imponer. Obligar puede generar rechazo o aumentar la ansiedad de quienes ya se sienten incómodos. Pero callar también es una forma de renunciar a una mejor experiencia para todos.
Por eso, muchos expertos recomiendan crear acuerdos de grupo desde el inicio, donde se converse sobre este tema, se escuchen las razones de cada uno y se propongan momentos específicos donde sí se espera la cámara encendida: al inicio para saludarse, durante trabajos colaborativos, en presentaciones o dinámicas participativas.
Estrategias para promover la visibilidad sin imposición
Romper el hielo con empatía: en lugar de decir “enciendan la cámara”, podemos decir: “Nos encantaría verlos, si se sienten cómodos y lo permiten.”
Establecer momentos con cámara: definir en la agenda cuándo se espera encenderla ayuda a que no sea una sorpresa y las personas se preparen.
Explicar el valor pedagógico: cuando los asistentes comprenden que su visibilidad ayuda al proceso de aprendizaje, suelen estar más dispuestos.
Dar el ejemplo y mantener el buen humor: mostrar apertura, naturalidad y hasta reírnos de nuestras propias imperfecciones (ropa informal, fondo doméstico, interrupciones) ayuda a desmitificar la cámara como una pasarela.
Ofrecer alternativas visuales: quien no pueda encender su cámara, puede participar activamente por el chat, usar reacciones, levantar la mano virtual o intervenir con voz.
Promover el uso de fondos virtuales neutros: esto permite preservar la privacidad del entorno físico sin tener que esconderse.
Crear comunidad: cuando el grupo se siente parte de algo significativo, la participación visual se da de forma más natural.

Lo que está en juego: no solo una imagen, sino la construcción de vínculo
Detrás de una cámara apagada puede haber miedo, descuido, desconocimiento o simplemente una forma de resistir el cambio. Pero también hay una oportunidad pedagógica para transformar esa resistencia en diálogo, en consciencia y en mejora de la experiencia colectiva.
Ver a los otros es reconocerse parte. En tiempos donde la soledad, el aislamiento y la desconexión emocional afectan tanto la salud mental como el desempeño profesional, una cámara encendida es una ventana que se abre al encuentro.
No estamos pidiendo una videollamada perfecta, ni que todos luzcan impecables. Solo pedimos presencia real, compromiso visible y la valentía de decir: “Aquí estoy. Soy parte de este espacio. Cuenten conmigo.”
En resumen
La cámara encendida no debe ser una imposición autoritaria, pero sí un acuerdo pedagógico que potencia el aprendizaje, mejora la experiencia y fortalece la comunidad.
A los facilitadores les toca invitar con empatía y creatividad. A los participantes, atreverse a cruzar la barrera de la invisibilidad y aportar su presencia como un acto de corresponsabilidad.
Así que la próxima vez que entres a una clase, conferencia o reunión online, recuerda: tu rostro también enseña, comunica y transforma.
Y si todavía dudas, respóndete con sinceridad: ¿Cómo sería asistir a una fiesta donde todos están con máscaras apagadas?
La educación es, ante todo, una celebración del encuentro.
**José Manuel Vecino P. Magister en Gestión Ambiental, Especialista en Gestión Humana, Gerente de Gestión Humana, Consultor empresarial y Docente Universitario. Escríbeme a jmvecinop@pioneroslatam.com






Comentarios